Máquina humana
El médico salió del quirófano con ojeras. Estaba serio y antes de hablar hizo un preámbulo de silencio que te dio mala espina. Explicó detalles de la operación que no pudiste entender ni reproducir. Su lengua de ambo se te hacía incomprensible. Tuviste que aprender la jerga hospitalaria en salas de espera, ahí hacías amigos para poder hablar de enfermedades. La pena por los casos ajenos disipaba de a ratos la propia pena.
Censurás los recuerdos de la decadencia, te hacen sentir culpable, no son justos con él. Con vos tampoco. Los espantás como si fueran moscas y tratás de buscar entre las anécdotas felices. Encontrás una lección de trigonometría, bicicletas, risa, una huerta llena de tomates, alpargatas manchadas de cloro, siestas en misa, partidas de truco, retos, órdenes, vacaciones. Pero tu memoria se empecina e inesperadamente regurgita la imagen del cuerpo frágil, dormido, lleno de cables, amarillento de yodo, apenas cubierto por un camisolín humillante.
Estaba conectado a unos aparatos que vivían a través de él o viceversa: un monitor dibujaba un zigzag y traducía su pulso en pitidos; un fuelle de respiración mecánica musicalizaba el ambiente en clave de terror. Los olores y quejidos humanos más las señales tecnológicas hacían imposible la distinción entre la estabilidad y la alarma, entonces te la pasabas en una emergencia resignada. Notaste la flacura y la vejez de repente. No te habías dado cuenta antes. ¿Qué estabas mirando? Ya era otro. La carne estaba consumida y los tendones no lograban tensar más nada. Supiste que se iba a morir. El pensamiento te dio un cachetazo, un frío en la espalda, un vacío en el estómago. Qué infantil. ¿Creías que era inmortal? Te habrá estafado con su vitalidad, su pose autoritaria y el chiste suspicaz. No lloraste ese día, la conmoción no te la provocaba la tristeza, sino el miedo.