La Tarea
Lo quiero ayudar, pero me dice que lo ayudo más si me quedo quieta. Lo sigo mientras trabaja. No toques, dejá, no juegues ahí. Enciende el fuego, lava lechuga, le pone sal gruesa a la carne, me agarro unos granitos de la mesada y me los meto en la boca, me reta. Le cuento que tengo una maestra malísima y exagero lo que pasó para que se ponga de mi parte, que me diga que hice bien, que así le gusta, pero se queda callado y de la nada me pregunta si vine sola. Cómo voy a venir sola hasta acá, no, me trajo mamá. ¿Y por qué no saluda? Levanto los hombros, yo qué sé. Quiero seguir contándole de mis compañeros, de lo que vi en la tele, tengo toda la semana pasada para charlar, pero me vuelve a preguntar por mamá y me da miedo meter la pata. No digo nada. Destapa una botella marrón, se sirve un vaso chiquito de algo que parece agua y se lo toma de un trago.
Es un parador en la ruta. Caen en auto y alguno que otro a caballo. La mayoría son hombres. Él va de acá para allá, atiende las mesas, despacha bebidas, cuida la parrilla. Es simpático, es muy dueño y quiero decirle a todo el mundo que es mi papá. Voy a la cocina atrás de él. No me ve y nos chocamos, se cae una ensaladera, camine a cucha, me dice. Me aguanto las ganas de llorar. Me siento en la misma mesa de siempre, quiero ir a otra, pero me dice que no moleste a la clientela. No es justo. Me saludan camino al baño, me pasan la mano por la cabeza y no protesto.
Tengo hambre, pero hay que esperar a que se vayan. El postre no es el final, ahora piden más vino y hasta se ponen a cantar. Me como una panera completa. Quiero volver a mi casa. El mantel de goma está pegajoso, lo froto con un trapo de rejilla, pero cuando se seca sigue grasiento y es peor, porque ahora tiene olor a podrido. Me da asco. Lo tapo con una servilleta de tela y arriba abro mi cuaderno de clase. En ese ruido de platos, cubiertos y risotadas, me pongo a hacer la tarea.