La yegua
Nos despierta el teléfono. Es domingo, le digo. Él como si nada, me levanta los hombros. Es el parto de la yegua que viene complicado, aclara y es peor, más rabia me da. La yegua puta que lo parió, pienso, pero qué le voy a decir. Preparo el mate y me subo a la chata. Apenas frena el motor me dice que tendría que haberme quedado en la cama con este tiempo, que son cosas de hombres. ¿Ahora me lo dice? Se va con el peón y me deja en la casita con la señora y los críos, un castigo. Trato de sacar charla, pero no hay tema que prenda, sólo nos quejamos del temporal. Hacen tortas fritas. El olor de la grasa caliente me revuelve el estómago. Un bebé llora. Marcelita, el Jesús, manda la madre. Y una nena de unos trece años levanta al bebé y se lo lleva a la otra pieza.
Cesa el repiqueteo de las gotas en las chapas. Increíble. Se va despejando y al rato los animales están hurgueteando qué les dejó la tormenta. Ya no va a llover, por fin puedo salir de esa casa llena de olores y pañales. Me voy y el llanto del bebé queda ahí encerrado. No lo escucho más. Es un alivio. Me siguen los perros, me olfatean entre las piernas, pero se aburren pronto y se echan a mordisquearse las pulgas. Toco el barro y dejo que se me seque en las manos y me las vuelva tirantes. Mis botas de goma mascan en cada paso y si meto hondo el pie siento una ventosa que amenaza con dejarme descalza. Con cada resbalón el corazón también patina. No me caigo y estoy casi alegre, hasta que la piba esta, Marcelita, se me viene al galope. Sus pies son firmes y, cuando frena, la carne sin corpiño le retumba. Es más blanca de lo que me había parecido adentro y es de mirada altanera. Tiene mi bufanda de turbante. Se la olvidaba, doña, me dice y yo le digo que gracias, que se la regalo. Voy a hacer tiempo a la chata y ella me acompaña unos pasos, no sé qué hacer, entonces le charlo. Le pregunto si ya le dio de comer al hermanito y ella se pone colorada. Hermanito no, doña, el Jesús es mío.