El castillo
Pasé media infancia de la mano de mi bisabuela. No agarraba fuerte, era apenas un roce que no me sujetaba. Se me cansaba el brazo de llevarlo para arriba buscando el de ella y tenía que concentrarme en no quedar suelta. Nunca la apuraba ni la tironeaba pidiendo comprame, comprame, comprame, como hacía con mi mamá. Me daba miedo que se rompiera. Es que a pesar de su voz autoritaria y su mirada arpía, la vieja tenía poca materia, era puro huesos con algo de carne magra que se los cubría. Iba a misa todos los días, eso sí, y me arrastraba con ella: a ver si te hacés buena, me decía.
Hacía rato que la memoria no me la traía, pero vengo al barrio y vuelve entre las calles y los edificios. Mi mano ahora es la grande y llevo la de mi hija. Se la aprieto fuerte, protesta, pero me hago la desentendida. Fui a ese colegio, señalo, allá había una heladería y donde está la torre, un terreno baldío. No sabe lo que es baldío y trato de explicar pero no hay ejemplos para señalar en ningún lado. Doblamos en la esquina y grita: Mirá, mamá, un castillo de princesas. La visión de la iglesia me da risa. Me imagino a mi bisabuela indignada, persignándose. Entremos, propongo y mi hija festeja.
Recorremos los altares. Ella no ve la película de polvo que lo cubre todo ni siente el olor de las flores mustias. Las velas, los oros, los santos con sus emblemas y la virgen con vestido bordado la maravillan. Me pregunta cómo se llaman y para mi sorpresa, aún sé los nombres de todos y los repito. Va saltando por el damero del piso y recuerdo las ganas prohibidas de saltar así que tuve de chica. No la reto, pero igual se detiene y se asusta. Sangre, me dice. Lo ve de golpe, sin aviso, sin leyenda que se lo suavice: hay un tipo clavado a unas maderas, tiene pinches en la cabeza y un tajo abierto entre las costillas. Mejor vamos, apuro antes de que me pida explicaciones. Pero en otro altar se nos vuelve a aparecer entunicado, se saca un órgano del cuerpo y nos lo ofrece. Mi hija llora. Una monja reza. Sagrado corazón de Jesús, murmura. En vos confío, contesto sin querer, no soy yo la que habla, es una autómata obediente que me sale de adentro o del pasado. La nena me mira.