Ilusión
Entre la puerta del departamento de Manuela y la de calle había veinte metros de pasillo descubierto. Apenas se mudó le vio potencial de patio, no le importaba que fuera un lugar de tránsito de vecinos, compró canteros y puso jazmines. Las plantas rompieron el hechizo: se embicharon y para la primavera eran palos secos. ¿Qué esperaba? Aunque no tenía techo, ese pasillo estaba lejos de ser espacio al aire libre. Era húmedo, gris y, encajonado entre construcciones, sólo atrapaba algunos minutos de la luz perpendicular del mediodía.
Ni bien se desencantó del P.H., conoció a Serafín. Era flaco al extremo, Manuela le descifraba el esqueleto pero no llegaba a imaginarlo desnudo. No fue atracción, sino curiosidad. Cuando lo tuvo sin ropa en su habitación, se empecinó en mirarle la erección o los ojos para asegurarse de que ahí había un cuerpo viviente. De tan magro, la desnudez pasaba desapercibida y el esqueleto redoblaba la apuesta por hacerse visible. No le gustó, pero no quiso que la tomara por una histérica: ya se había embarcado. La presión de los cuerpos fue dolorosa, la lucha amatoria la dejó resentida, los huesos la habían apaleado. Por turnos Serafín le imprimía el costillar o las crestas de la cadera en la carne que se le fue llenando de moretones. Manuela se pasó la noche tratando de sortear la osamenta y, si acaso logró dormir, soñó con cosas puntiagudas, afiladas. No había amanecido cuando se hartó, prendió la luz, buscó la ropa y lo obligó a salir. Serafín puteó. Se gritaron. Cuando lo vio vestido otra vez, le vino a la cabeza la estampa de un espantapájaros y sintió un miedo infantil. En el pasillo el tipo se bajó la bragueta, meó los canteros, la sacudió soez y por fin se fue.
Semanas más tarde los jazmines rebrotaron. Parecían que revivían, pero no, sólo crecieron espinas, agujas largas sobre las que se enredaban otras más finas. Pura amenaza, un cactus sin pulpa. Los habría arrancado urgente, pero si se apuraba, iba a terminar con las manos heridas.