¡qué Te pensás!

Primer grado
Sin título
Grafito sobre papel. 2009

Lenguaje

Recién era capaz de erguirme cuando me adosaron el cajón en la nuca. Se me hundió tan rápido que nadie hubiera dicho que me lo habían puesto por la fuerza. En la sutura se notaba otro color: el agregado era visiblemente ajeno y más antiguo. Pero mi carne y su materia se curtieron juntos a la intemperie y, eventualmente, dejaron de verse las diferencias y las cicatrices.
Me olvidaba que tenía el cajón ahí, terminaba por confundirlo con mi identidad, lo tomaba como parte del cuerpo. Con la misma distracción con la que me habría hurgueteado la nariz, metí la mano en el cajón por primera vez y saqué apenas un par de sílabas. Las repetí en pares y, según cómo articulara las consonantes, aparecían mi madre o mi padre para festejar el descubrimiento: había aprendido a llamarlos.
Pasé del balbuceo a la frase compleja en lo que hoy parece un instante. El cajón incorporado a mis cervicales se fue atiborrando de palabras que nunca llegaban sueltas, sino que venían pegadas a voces, a alientos, a episodios, a dedos índices que se sacudían en el aire, a un beso, a una paliza. A veces las oía a medias y me las apropiaba rotas, malentendidas, superpuestas con otras. Había varias manchadas con las huellas oscuras que un recuerdo les impregnaba justo antes de quedar perdido, irrecuperable.
Con las palabras que me impusieron y con las que logré robar de acá y de allá, traté de nombrar un mundo, quise definirlo, lo comprimí y me hice la ilusión de que se volvía mío y portátil. Los cachivaches verbales del cajón permitían combinaciones asombrosas y, a la vez, se obstinaban en tercas fijaciones. Con esto me construí un pasado, una memoria y un relato.