La dentista
Tenía las cejas blancas pero el pelo tan corto y tan teñido de negro que parecía que llevaba puesta una gorra de natación. Todo el mundo le decía tía. No sé si de verdad era la tía de alguien o le pasaba como al cura: mucho padre de acá, padre de allá y al final no era el padre de nadie.
Los domingos había comilona en lo de la abuela y, justo antes de agarrar la ruta que nos devolvía a la ciudad, le ofrecíamos una visita zaguanera a la tía. El día que descubrió que yo empezaba a cambiar los dientes, nos hizo pasar y, sin permiso, me metió los dedos en la boca para tantearme la dentadura. Olía a lavandina.
A mi mamá le transpiraba la mano. Se la solté de inmediato y me sequé la mía en el pantalón, no quería que me contagiara su nerviosismo y me arruinara la fantasía de estar en esa casa lujosa como decorado de telenovela. Había escaleras de mármol, un privilegio inconmensurable frente a nuestra apretadísima escala de departamento. Subimos tras sus pasos lentos. Papá parloteaba sobre su infancia, mamá resoplaba y yo hacía un inventario visual de todos los objetos.
La tía abrió la puerta de un consultorio antiguo, casi un museo. Se puso un guardapolvo y rebuscó entre los metales. No lo apruebo, dijo mamá, pero papá se agachó para convencerme. Hacele el favor a la tía, me dijo, qué te cuesta, a ver, va a sentirse útil, no seas egoísta, así el ratón Pérez… cortala, Julián. Y yo volví a darle la mano a mi madre, total las mías también estaban transpiradas.
Me sentaron de prepo en el sillón, la tía hizo unos golpes de pedal que me elevaron y me predió una luz en la cara. Sentí presión en un diente, dije que no, me sacudí, lloré y en el forcejeo la tía se turbó. Escuché el tac de la pinza desde adentro de mi encía. Se equivocó la pieza floja con la de al lado que todavía no tenía quién la empujara, que por mucho tiempo no iba a ser relevada. No le avisé a nadie, no junté la plata que apareció bajo la almohada y dejé de sonreír.