El fondo
Es un rectángulo de tierra que si llueve se convierte en un barrial. No hay espacio para correr ni para que la abuela haga culto de su mano verde. Aunque se resista y llene todo de latas con gajos robados a los vecinos, ese aire libre no es patio ni jardín, le decimos fondo. Lo único que nos importa al llegar son los conejos en jaulas. Tienen los ojos rojos, parecen círculos de sangre. De tanto estudiarlos nos contagiamos y después nosotras también salimos con ojos diabólicos en las fotos. Insistimos en tocarlos, en cargar a las crías, en llevarnos uno de mascota. Pero no hay caso, a lo sumo logramos que nos dejen darles de comer a través de los barrotes. Hacemos planes súper secretos para liberarlos, pero siempre algún adulto nos monitorea, terminamos cansadas de la conspiración y nos olvidamos de los bichos. Cualquier juego pronto se nos vuelve urbano: hacemos de cuenta que las conejeras de cemento, puro hileras y pasillos, son góndolas de supermercado.
Es domingo. Estamos dormidas del viaje en auto hasta que mamá nos da motivos para despabilarnos. Que las nenas no salgan, dice, mejor que no vean nada. Nosotras nos codeamos y nos sabemos cómplices. No vamos a salir, pero tenemos que averiguar qué pasa. Ojalá sea una sorpresa. La única ventana hacia el fondo está en la pieza del tío que, según dijo la abuela con mal tono, duerme la mona de anoche. Entramos a escondidas, hay olor, está oscuro y él ronca. Nos apretamos contra la celosía, una de las tablitas está rota, por ahí espiamos las dos.
Afuera vemos a papá, agarra un conejo de las patas y, sin aviso, le da un golpe seco en la cabeza. El animal se agita eléctrico un segundo y después se desploma, queda colgando. Papá agarra un cuchillo y nosotras salimos corriendo. Mi hermana respira asmática, yo tengo la piel de gallina. El almuerzo nos encuentra mudas. Papá hace los chistes habituales, pero ya no es el mismo. El guiso trae carne blanca, la llevamos a la boca y ahí la dejamos, no nos animamos a morder.