Vecinos
Las suelas de mis zapatos saben de las cascaritas de semillas de girasol que están regadas por la vereda. Involuntariamente las trituro al pasar y ahí las dejo. No les busco una razón de ser, no las pienso. Basura ajena, qué me importa. Cruzo la calle, subo a mi oficina y abro las ventanas para que se ventile el encierro del fin de semana. Entra una claridad fresca, pero la ilusión de paz se rompe: alguien grita. Justo el semáforo da luz de arranque y el aire queda empastado en un amasijo de ruidos y gases requemados. Espero el rato de calma. Sí, son alaridos de una voz infantil. Es un llanto que, entre los graznidos ininteligibles, articula: mamá, acá estoy, mamá. Trato de desentenderme, qué conventilleros, pienso. Preparo café y chequeo mails pero tengo el corazón alerta. Fantaseo que hay un chico encerrado adrede en algún balcón, que tal vez lo castigan feo. Mamá, acá estoy, mamá. Repite, repite, repite. Ya tengo medio cuerpo asomado por la ventana. Trato de localizar al que grita, pero no hay caso, no lo veo. Me desgañito. Que se quede tranquilo, digo, que voy a buscar ayuda, prometo. Una tipa desde la calle pregunta qué pasa y, cuando el tránsito amaina, le marco esa voz iridiscente, desesperada. Me arenga a que llame a la policía. Obedezco. El patrullero se sube a la vereda. Juega al operativo. El que iba de acompañante pide entrar. Registra el edificio vecino con prismáticos. Me sorprende que cuente con ese equipamiento. Mamá, mamá, acá estoy, se escucha. Qué hijo de puta, dice el oficial, se lleva la mano a la cintura y en un instante suena el disparo. Listo, dice, me presta los binoculares y me señala por dónde. Estoy temblando. Es increíble lo cerca que quedo del mundo de enfrente. En un balcón veo una jaula destartalada. Hay un loro tendido entre semillas de girasol, plumas, mierda y sangre oscura. Tiene el pico abierto, la lengua negra y dura está inmóvil. El tránsito vuelve a bullir ahí abajo.