Goles
Los reflectores blancos los aíslan del resto de la ciudad y la noche. Están adentro de esa luz, donde corren otro tiempo y otras reglas. La corbata, el rol de cada uno en la oficina y el estómago ulcerado por las horas de café quedan atrás. Acá son más livianos, saborean la velocidad y sólo importan los pies y la pelota que se desliza furiosa por el pasto sintético. Fabián convierte los dos goles que les hacen ganar el partido. Memoriza los detalles, tiene la intención de impostar voz de locutor y relatárselos al hijo grande al volver a casa. La transpiración salada le hace arder los ojos. Se seca con la remera y justo cuando termina, siente el tac que apaga los reflectores de la canchita y la deja al natural, casi en penumbras. Mira la hora: tendría que ir a casa.
Se imagina el griterío, que un pibe no terminó la tarea, que el otro corre en bolas en el living y no se quiere meter a bañar, puede sentir el olor a comida, el aire viciado por la estufa y se le aparece la mujer con los tobillos hinchados y la cara agria del ataque de acidez constante que le da el embarazo. Las risotadas del bufete lo rescatan. Los muchachos ya destapan cervezas y se las toman con una sed de todos los poros. Están eufóricos por el triunfo y vitorean a Fabián, la estrella, que se vacía el chop de un trago y vuelve a mirar la hora. Acepta una vuelta más y otra y ma sí, al final es el que propone choripanes para todos. No vuelvo a cenar, envía tarde, cuando la familia ya esté cenada y en la cama. Qué suerte tiene el señor, contesta ella y él sabe que va a ser mejor volver cuando hayan apagado los televisores y estén durmiendo.
Le escucha la pena de amor a Claudio de contabilidad, como si le importara, y hasta se atreve a tirarle consejos que él nunca pudo seguir. Maneja borracho, con la ventanilla abierta a ver si el aire lo despabila. Son las tres de la mañana, perfecto, se verán las caras recién en el desayuno cuando las ganas de pelear ya estén rancias. Mete la llave despacio, camina en puntas de pie, entra a la habitación de los hijos, los besa, se jura que mañana le contará sus goles al pibe grande. Se baña rápido y va desnudo a su habitación a buscar un calzoncillo y meterse en la cama. Pero apenas atraviesa el marco de la puerta siente el tac que enciende el velador de ella: él frunce la cara, congestionada de alcohol, ella abre grandes los ojos con la contracción y empieza, impostergable, el trabajo de parto.