Medianera
A vos ni se te ocurre algo así, le dice la madre confiada. La frase le latiga el orgullo. Se sube a la pileta del lavadero y empieza a trepar. Si su primo lo hace, ¿por qué él no podría, a ver? Está harto de ser el idiota que obedece. Afirma el canto de la zapatilla izquierda en una hilera de ladrillos y el otro pie busca apoyo a tientas. Se le da por mirar el suelo de reojo. A esa altura se bancaría un salto y se acabó, ya quedó probada su valentía. Además las palmas le queman por agarrarse de las asperezas de la pared y siente latidos bajo las uñas.
Te vas a caer, asegura la madre.
La frase lo desafía, le arruina los planes de deserción. Aunque ya no le interesa la aventura del hombre araña, no hay vuelta atrás. La punta del pie derecho se hinca en otra línea, las manos suben, está a punto de conquistar la medianera, pero le agarra un temblor en la pierna. ¿No ves? Te vas a romper el alma, dice soberbia y se va para adentro.
Él se queda solo, suspendido ahí. Aprieta los dientes, respira hondo, balancea el peso y la pierna deja de sacudirse. Vuelve a pisar y un par de ladrillos vuelan, no eran más que revestimiento, cáscara, careta. Apoya un codo por arriba del muro y el resto del ejercicio es igual al que haría para salir de una pileta. Pasa una pierna para el otro lado y queda a caballo: la mitad en su patio, la otra en el baldío. Se sorbe los mocos y escupe triunfal el pasto de la madre. Lo logró, bien. Ahora hay que bajar. Mientras atardece, se hace el que mira el mundo desde las alturas y posterga el momento de tocar el suelo. En eso se prende la luz en la ventana de la cocina, se abre la puerta y ve salir a la madre, bombera voluntaria, con sorna y escalera. El héroe no da el brazo a torcer. Se descuelga del lado del baldío. Se raspa todo y se rompe algún hueso. Con la caída le da la razón.