¡qué Te pensás!

Sin título
Tinta y acuarela sobre papel. 2012

Perro

Te puso el apodo al poco tiempo de conocerte. No tenías nada bestial en el aspecto: parecías recién bañado a toda hora, elegante, perfumado y con modales de mesa. Eras tan pulcro que a ella le daba vergüenza encontrarte al final del día, con todos sus humores pegados al cuerpo. Lo animal lo tenías en la nariz. Pescabas sus emociones más primarias en el aire y la convertías en tu marioneta. Sabías qué decir y dónde morder para ponerla a tus pies y hacerla comer de tus manos. Ella era la mascota de un perro. Le olfateabas el celo y te aprovechabas de su hambre, de sus alertas, de su culpa, de su deseo y de su rabia. Le dabas lo justo o un poco menos y el poder te crecía cuando mendigaba.
Te volvía loco olerle el miedo. Ella trataba de contenerse, pero cómo hacer para que no se le saliera de la piel. Cerraba los ojos, apretaba los esfínteres y fantaseaba que así también cerraba los poros y lograba meterse el miedo para adentro. Trató de mentir alguna vez para estar más entera, pero las palabras no te hacían efecto.
Hasta que ya no pudo estar en vilo. No quiso más, se le gastaron las hormonas de tanto sudarlas para vos. Estabas perdido, furioso, te mordías la cola y empezaste a dar zarpazos a ciegas hasta que a ella le sangró una herida vieja.
La embebió en desinfectante, la vendó, trató de cubrirla, de que no la vieras, de que no te llegara al hocico. Pero esa gota de su sangre derramada en un océano fue suficiente para despertarte un instinto depredador. Ibas a caerle encima, extasiado con el olor de la muerte.