Una y otra vez
Creía que ya no tenían nada más para charlar y de pronto a su esposo se le dio por contar historias de la infancia, del campo, a veces en dialecto, con personajes difíciles de ubicar en los árboles genealógicos. Su mujer escuchaba fascinada, era mucho mejor que sacarle el cuero a los vecinos o ponerse a comentar lo que salía en el noticiero. Tenían algo nuevo para hablar que provenía de un pasado en el que aún no se habían conocido. A la hija esos revivals le daban mala espina, leyó en Internet y consultó con especialistas hasta que logró que a su padre le diagnosticaran un Alzheimer incipiente. La madre le restaba importancia y durante un tiempo siguió comprando las excursiones para grupos del Pami. Salían de paseo y ella cerraba los ojos al sol y lo escuchaba divagar, primero con entusiasmo, después con una paciencia triste. Poco a poco el presente se le fue volviendo un paisaje ajeno. Miraba inquieto y extrañado hasta que algo familiar le permitía reconocer dónde estaba. ¿No te das cuenta de que se resetea cada cinco minutos? Criticaba la hija a ver si convencía a la madre con la idea del geriátrico. Ella negaba y se lo ponía al hombro. Pero, claro, también estaba vieja y el cuerpo le pasó factura: la tuvieron que operar de la rodilla. Era algo menor, aseguraban, pero la muerte fue traicionera y terminó llevándosela a ella, a la que estaba bien. ¿Y tu madre? increpó el hombre a su hija como si intuyera la noticia, entonces ella soltó la verdad. Se murió, le dijo y vio cómo a su padre se le rompía el corazón: se puso pálido, se le cayeron las lágrimas y los mocos y le tembló la barbilla. La hija lo abrazó, también lloraba. Le limpió la cara, lo vio calmo y respiró con él, que se quedó en silencio mirando la nada. Cuando reaccionó, se sorprendió al ver a su hija y le dedicó una sonrisa. ¿Y tu madre? Volvió a preguntar.