Rutina
¿Cómo no sonó? Si vos pusiste todas las alarmas. Te dormiste y ahora te agarra la desesperación. Estás hiperventilando: controlate o vas a vomitar. Te desnudás y abrís la ducha en un acto reflejo, pero no tenés tiempo de bañarte ni de desayunar. Te lavás los dientes, la cara y los sobacos, te llenás de desodorante, hacés lo que podés con el pelo, te enfundás en la ropa impersonal de la oficina, que no es uniforme, pero casi. Llamás el ascensor pero bajás corriendo las escaleras con los zapatos en la mano. Martillás cinco cuadras a paso firme desde tu puerta hasta la del subte, el tren llega repleto, entrás a la fuerza y respirás por la boca para no tener que oler esos cuerpos entre los que quedaste encastrada. No alcanzás las manijas que cuelgan, te agarrás de un caño y vas tamborileando los dedos a toda velocidad. Tu electricidad, sin embargo, no acelerara el viaje ni detiene el tiempo.
Llegás bien, pero los buenos días te salen con cola de paja. El jefe te dedica una levantada de cejas y no te mira, sino que se mira el reloj pulsera. Tu carrera desbocada no cuenta ni aunque llegues a horario. Te vas a pasar la jornada con sensación de atraso, de deuda. Tus compañeros están impecables. Parece que viven en la oficina. Siempre en sus puestos, preparados, listos, ya. Vas al baño y en el espejo ensayás la sonrisa de atención al público. Ahora tu tiempo es de ellos, así que te apropiás de los segundos que puedas en un robo hormiga: lo que te lleve prepararte un café con leche, responder un mail y también ir al baño para hacer scroll en la pantalla del teléfono y ver qué maravillosas son las vidas soleadas de los otros. Cuando todos se vayan a almorzar, te vas a acercar a la ventana y el árbol que se asoma de la calle te va a hacer de escenografía. Vas a fingir libertad, vas a hacer de cuenta, para la cámara, que vivís afuera del engranaje de todos los días.