El cuento
No puede dormir. Ya sabía que le iba a pasar, incluso antes de acostarse se robó un trago de antihistamínico del botiquín. Empieza una cuenta regresiva. Arranca de cien, noventa y nueve, noventa y ocho… La idea es distraerse de otros temas, llenarse la cabeza con ese rezo pagano y conciliar el sueño en algún número perdido. Pero llega a cero. No se le da por leer y no tiene ganas de patinarse las horas de descanso navegando en Internet. Entonces se queda ahí en la cama, trata de apagarse de una buena vez.
Afuera se pelean los que viven en la calle. Se deben correr entre los autos estacionados porque más cerca o más lejos se disparan las alarmas. Uno reclama lo que otro se encanutó y entre las puteadas suenan vidrios rotos. La costumbre es anestesia: se tapa y se da vuelta en la cama. El griterío vale lo mismo que el rugido del tránsito sobre la autopista. Pero hoy se escucha una voz de mujer que grita “doctor” y suplica por una receta. Esas palabras nuevas atraviesan las celosías y se trepan por las sábanas. El cerebro adormilado fabrica un consultorio veinticuatro horas, blanco fluorescente, guantes de látex, barbijo, desinfectante y un cajero automático, todo en uno y todo en medio de esa calle mugrienta con olor a pis. Ve la imagen nítida como en el cine y cree que le puede servir para un cuento. Le pone un título provisorio. Redacta mentalmente las primeras frases y se regodea tanto en ellas que no llega a desenrollar el resto de la trama. Es brillante, se dice y ahora lucha por seguir, pero se duerme.
Al despertarse cree recordar algo, un hilo de dónde tirar y pescar la idea entera, pero prende la luz y las pocas frases no escritas se desmembran, chocan y se extinguen. Se baña pensando en su cuento perdido pero no logra recuperarlo. Al salir a la calle, uno de los indigentes se lame el dorso de las manos, se las pasa por la cabeza, alza los ojos y maúlla. El recién bañando no lo ve, escupe al suelo cuando pasa cerca y todavía se maldice por haber olvidado un gran cuento.