Allá
El hijo nos abre la tranquera. Alza la mano: patrón, doña. Nombrarlos cuenta como saludo. A mí, ni mu. Cierra y se va al trote, lo siguen unos perros que jadean nubes de vapor. Desaparece, lo envidio. Bajamos del auto; el pasto me moja las zapatillas. Camino entre mamá y papá, soy un estorbo, no sé adónde ponerme. Buenas y santas, dice papá y nos metemos en la casita. ¿Buenas y santas dijo? ¿En qué lengua habla? Adentro tenemos que acostumbrarnos a la poca luz que entra por un ventanuco de cortina grasienta. En el brasero hay una pava tiznada. Los adultos se estrechan las manos. Mamá me da un leve empujón. La ignoro, entonces me reprende por lo bajo: saludá a Jesús, querés. Resoplo. Le doy un beso, me pincho con su barba y le siento olor a cabeza y a vino. El tipo no se inmuta.
Pronuncia tan cerrado que sólo pesco algunas palabras sueltas. Hago esfuerzos por no mirarle la boca, pero a cada rato le cuento los pocos dientes que le quedan, marrones, seguramente flojos. Chupa el mate con ruido, ceba otro y se lo da a mi padre. Cada vez que apoyan los labios en la bombilla mamá les retira los ojos. Ella no toma, miente una úlcera.
Estornudo mil repeticiones. Ya empezamos, dice papá y me cede su pañuelo. El perfume impregnado me dispara otro ataque en la nariz. Me mandan a buscar el remedio al auto. El ímpetu de mi salida espanta a las gallinas que dejan una polvareda suspendida en el aire. Respiro ese olor a tierra, a bosta, a humo. Me pica todo.
Me echo un trago del jarabe y me voy anestesiando. No quiero volver al rancho, errabundeo y me le atrevo al monte. El frío húmedo de la naturaleza se me mete en los huesos. Camino mucho, estoy agitada cuando descubro un claro imposible con una torre cilíndrica en ruinas. Parece un faro seco, ciego, en el medio del campo. Adentro las paredes chorreadas tienen una trama de nichos. Algunos siguen ocupados por nidos y plumas pero, en su mayoría, están abandonados. Las pocas palomas que quedan arrullan, son incapaces de transmitir mensajes humanos.