Corso
Cuando oscurece los vecinos tocan timbre para invitar. Son un matrimonio, una vieja y todos los pibes que fueron reclutando en la cuadra. Fer también va. Mamá dice que ni loca, pero vos le das un beso rápido, robás del monedero de los mandados y huís con ellos así como estás, sin balde ni disfraz. Los bombos fueron un telón de fondo lejano y permanente durante todo el día. Ahora, que te acercás al centro, los golpes se hacen reales, tanto que te retumban en el pecho. Cortaron el tránsito de la avenida y el calor infernal mana del pavimento.
Una comparsa inunda la calle. Tienen casacas bordadas de lentejuelas en donde relucen Homero Simpson, Mafalda, la lengua Stone, Cristo y el Gauchito Gil. Saltan, se desarticulan en el aire y caen en una posición nueva, dispuesta a destartalarse en el próximo repique. Aprendés de memoria los movimientos para practicarlos en casa cuando nadie te vea. El desfile está coronado por unas mujeres en tacos altísimos, llenas de plumas, con tetas inmensas. Clavan cada paso en el suelo y hacen que la carne abrillantada les rebote. No podés sacarles los ojos de encima, están casi desnudas y de todos modos guardan secretos que intuís pero no podés descifrar.
Los chicos llenan bombitas y baldes en las canillas de las casas y empiezan una batalla contra todos, pero a vos te dejan en paz. Desarrugás la plata y te comprás un pomo de nieve. Avanzás clavando los pasos como las mujeronas y sentís ese ímpetu en carne propia. Llegás hasta Fer y apretás la válvula. Te mira fijo, te agarra de la muñeca y se te hace un nudo en la panza. Te empapa sin reírse hasta agotar el pomo que después tira contra el cordón de la vereda. Escupe en el suelo y se va corriendo a buscar a los otros. Te quedás sola. La remera mojada te transparenta los pezones apenas hinchados y con fiebre.