¡qué Te pensás!

Deudas

Las primeras nociones de contabilidad las aprendí en la iglesia. El padrenuestro rezaba: perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores. Era claro y cerraba perfecto, Dios me perdonaba si yo andaba perdonando a los otros y listo. Se trataba de una economía moral básica, el ojo por ojo del bien. Deuda hablaba de pertenencias ajenas que había que reponer, del favor de los adultos a recuperar después de una travesura, o de la amistad de los compañeros que había que ganarse a fuerza de dar y guardar secretos, por ejemplo. Era un toma y daca y, mal que mal, me las arreglaba para cerrar el balance de cada día y dormía tranquila.
Hasta que nos citaron a todos en el salón de actos para informar que la comisión episcopal de no sé dónde había cambiado la letra de la oración. Nos la enseñaron de nuevo y nos la hicieron repetir mil veces. La metáfora de saberse las cosas como el padrenuestro siguió siendo moneda corriente, pero a mí se me habían quemado los papeles. Un enchastre. Nunca más pude volver a recitarlo de corrido. Ahora, en lugar de deudas y deudores, teníamos que perdonar y pedir perdón por las ofensas. Imposible calcular con exactitud cuánto se habían ofendido los otros y, en relación, cuán grave había sido lo que habíamos hecho. Era desesperante, a cada rato tenía miedo de haber sido culpable por algo y me sentía en bancarrota.
Antes de la jornada de clases, había una misa express optativa a la que no iba nadie. Con suerte el público llegaba a tres o cuatro personas con los ojos pegados: una monja senil que ya no le seguía el ritmo a la congregación, el alumno casual que había llegado temprano a clase y no tenía nada mejor que hacer y yo. Empecé a ir todas las mañanas a confesarme y era precavida: me imaginaba en los líos en los que me iba a meter y ya pedía perdón por anticipado. Salía de la capilla sintiéndome liviana y poderosa. Podía hacer lo que se me ocurriera, tenía crédito con el más allá.

Sin título
Tinta sobre papel. 2012