Zapatos
Ponía horario de consulta y nos esperaba en el instituto. Era ese día, a esa hora, punto. Que ni se nos ocurriera robarle un segundo en los pasillos ni en las reuniones que programaba a último momento y a las que no podíamos faltar. No estoy para pavadas, decía. Nos reíamos de sus chistes a tiempo y defendíamos sus ideas a capa y espada. Nunca había una silla extra en su escritorio y ni se nos ocurría arrimar otra de la sala de lectura. Teníamos que hablarle de pie y ella no era capaz de alzar la vista, al contrario, miraba hacia el suelo y nosotros, en el afán de que nos escuchara los avances de las tesis de doctorado, nos íbamos agachando a su alrededor. Era usual verla sentada con alguno de nosotros prácticamente arrodillado a sus pies. Hacíamos de todo con tal de tener su bendición. De vez en cuando nos premiaba con un aval para una beca, un lugar en la cátedra o la posibilidad de publicar los papers en el extranjero. Pero usó mi trabajo para escritos de ella. Le alcé la voz y tuvo que mirarme a los ojos. Ya había jugado mis cartas y redoblé la apuesta. Le digo más, grité, usted y la manga de súbditos que tiene alrededor, se pueden ir bien a la puta madre que los parió. Caminé altiva, di un portazo, salí de la universidad con el pecho amplio y mientras me fui a enfriando sentí una mezcla imposible de rencor y remordimiento.
Pasaron, fácil, veinte años. No volví a verla más que en publicaciones, pero nunca dejé de soñar con ella. Usé mis saberes en otras áreas, en esta especialidad no había mundo posible si no era bajo su protección. Tuve buenos trabajos y hasta coordiné proyectos. Pero la academia no fue más para mí. Por eso me sorprendió cuando me invitaron a participar de este congreso. Ella no figuraba en el programa, pero apenas entré, la vi y sentí un vacío en el estómago. Le dieron un premio a la trayectoria. Los jóvenes investigadores la habrían leído, pero no la seguían. Era, para ellos, una jubilada sin rango, como las que podrían encontrarse en misa o en la plaza. En la última jornada tomaba whisky, le hablaba a su premio y se terminó quedando dormida en la mesa. La agarraron de los brazos para forzarla a salir. Se tambaleaba, se le caía la baba cuando intentaba hablar. Había quienes se reían. Yo me ocupo, les dije a los mozos. Ella no me reconoció. La acompañé a su habitación y la acosté en la cama con los zapatos puestos.